“No vayas a creer lo que te cuentan del mundo (ni siquiera esto que te estoy contando),
ya te dije que el mundo es incontable”.
Mario Benedetti
CIUDAD AUTONOMA DE BUENOS AIRES. Viernes por la tarde. La primavera organizaba su partida y el verano, con voracidad, anticipaba su llegada. La temperatura elevada. Ardía el Microcentro. Éxodo porteño.
Un trío de amigas con proyecto de cuarteto, tratábamos de llegar a un vuelo. Salida espiritual y viaje de recreo…
¡Taxi!
En la ciudad del tango, donde el hombre conduce y dispone, quisimos transgredir las reglas del baile y le indicamos al conductor el camino a seguir. Como si hiriéramos sus sentimientos, nos condujo sin ganas por la costanera y el puerto. De pronto el tránsito se detuvo, a cero. Él giró su cabeza hacia atrás, nos miró con reto y acto seguido vino el reproche: ¡Este no era el mejor camino para el aeropuerto! ¡Se los dije! _ pronunció el tachero.
Recién arrancábamos el paseo y pegadito, el ruego. Por favor señor, haga lo que sea pero ¡ se nos va el vuelo! ¡Nos vamos a ver a la Virgencita del Cerro! Fueron palabras mágicas, tiradas al viento. Al escucharlas, cambió su postura, en serio. Se convirtió en guía y consejero. Se derritió su enojo, no sé si por la fe o el calor del cemento. Hasta en contramano agarró, como Quijote contra los molinos de viento. Como recompensa por llevarnos a tiempo, se ganó un rezo directo ante la cumplidora de sueños… Por su salud, su familia y su ser completo. Anotamos nombre y apellido para cumplir con el recado hecho.
Aerolíneas Argentinas anunció el embarque a su vuelo con destino a la ciudad de Salta. Puerta nº 12. Ahí estábamos las cuatro: mezcla de edades y ocupaciones, con nuestras “mochilas” al hombro. Pie derecho arriba del avión y al aire. Hay cosas que nunca dejarán de parecerme mágicas: volar es una de ellas. Estar en otro lugar en tan poco tiempo, hacerle un changüí a mi reloj interno.
Iniciamos el descenso. Abajo nos recibían los cerros escoltados por la cordillera. El atardecer abrazaba al cielo con sus lenguas de fuego, los últimos rayos de luz daban paso a la noche que ensanchaba su velo. La ciudad abajo, en el medio, al amparo de todo esto. En pocos minutos aterrizamos. El Valle de Lerma nos abría sus brazos.
Valija en mano, buscamos la salida en busca de un auto que nos lleve al hotel. Entre un grupo de hombres, salió Solange. Tenía el empuje y la seguridad de las que, como ella, eligieron un día un género distinto al que figuraba en su documento. Arreglamos precio. Fue nuestro edecán todo el fin de semana. Buena conductora, puntual y con onda.
SALTA. Ahí estaba. La del valle y las montañas. La de las iglesias y los museos. La del milagro y la del cerro. La de los lujos y la del hambre. La del poncho y la glamorosa. La católica y la pagana. La aristocrática y la revolucionaria. La moderna y la de los pueblos originarios. La del neocolonialismo y de la tradición arraigada. La del gaucho que llegó a coronel y la del partido obrero. La de las zambas, las peñas y los poetas. La del club Veinte y la de Gimnasia. La de los tamales, los locros y las empanadas de piernas abiertas. La del vino, la Balcarce y la de la plaza. La altiva y la borracha. La vaga y la que trabaja. Contrastante y diversa.
El sábado bien temprano, empezamos el recorrido que nos llevaría a la meta: la Ermita de la Virgen del Cerro.
Portón verde de acceso. El sendero era un caminito de tierra, seca, con niveles inconstantes de pendientes, en las explanadas recuperábamos el aliento. Mucho silencio.
Una brisa suave nos refrescaba como así también el agua que los servidores de la virgen, con sus pañuelos celestes, ofrecían en numerosos puestos. Cientos de ellos se desplazaban por todas partes, sin ruido en sus movimientos, como elevados del suelo. Eran jóvenes en su mayoría, sin aspecto norteño.
Llegamos al santuario. Era todo al aire libre, los bancos ordenaban la sentada parcial, no estaban permitidos ni cámaras ni celular. Rezamos el rosario tantas veces que perdí la cuenta, fueron varias horas que entre susurros y lamentos, nos unía el padre nuestro. Mirada al cielo y para adentro. Llanto sin ruido. Lágrimas al suelo. Vimos mortales de todos los colores, tamaños y tormentos: niños, jóvenes, adultos y abuelos. De un cachetazo se reacomodó la pirámide de valores. Ni caviar ni mortadela. Silencio.
Todos en fila. Más tarde la imposición de manos de la Sra. María Livia Galeano de Obeid (una ama de casa común: como vos o como yo, como tu novia, tu hija o tu señora, tu hermana, tu tía o tu abuela) a quien un día cualquiera se le apareció la Virgen, allá por los 90, pidiéndole un montón de cosas, entre ellas ese lugar. Tocaba uno por uno en el hombro derecho, con un movimiento sincronizado de par, bendiciéndolos. Como en una película de ciencia ficción, la mayoría iba cayendo hacia atrás, los ayudantes los tomaban amortiguando el golpe. En breve tiempo había más acostados en el piso que parados. Ninguna de las cuatro se cayó. No puedo ocultárselos: me defraudó.
El listado de pedidos que pensábamos elevar al credo, se fue diluyendo viendo cada sufrimiento. No podía alejar de mi mente la pregunta constante: ¿qué hago yo acá pidiendo? Gracias y mil gracias Diosito por todo lo que tengo. Silencio.
Antes de irnos, elegimos un árbol cualquiera, todos eran blancos como nevados. Colgamos nuestros rosarios como quien olvida el bagaje llevado. También escribimos en un papel un solo deseo destinado a la Inmaculada del Cerro: “Salud, paz, trabajo y amor”. Remitían: Rosana, Sandra, Leti, María y Ricardo Lagos (taxista porteño).
Misión cumplida. Alma plena. Descenso.
A la noche fuimos a la plaza central, que con sus adoquines brillantes y la iluminación de sus monumentos, coronaba el momento. La noche acompañaba. Los bares sacaron sus mesas afuera. La gente disfrutaba. Pedimos empanadas y vino. Teníamos un sinfín de motivos para brindar. Celebramos el proyecto concretado. Festejamos por la amistad. Por que se repita este ayuntamiento.
Domingo por la tarde, otra vez al aire. Turbinas. Despegue. Oídos. Altura. Tormenta.
A veces Dios y la naturaleza se empecinan en recordarte quien manda. Por todos los frentes estallaban rayos y centellas, por la izquierda y la derecha. Sacudón final que nos mandó la Virgen, físico y real, para siempre recordar al emocional.
Me pongo a escuchar a Ricky Martin ininterrumpidamente, una melodía pegadiza: “Hay que pedirle más más a la vida, que sea hasta que se apague el sol y la luna, y que no importe más más más lo que digan como si fuera la la última noche de tus días”. La elegí por el ritmo pum para arriba, recién la décima vez que la oía comprendí la letra. Silencio.
¡Aterrizaje!
CIUDAD AUTONOMA DE BUENOS AIRES.
María "de viaje"
María Caldentey
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