Paul McCartney: el paso del tiempo, los ciclos que se cierran, lo irrepetible de ciertos momentos
Fuimos con mi hija a ver el recital de Paul McCartney en River, El estadio, repleto. Expectativa en el aire. Desde el momento en que Paul apareció en el escenario, las dos nos dejamos llevar por la música, por la energía del público y por la presencia imponente de un artista que no solo repasaba su carrera, sino que revivía su historia. Fue una noche inolvidable, pero no terminó como esperábamos.
Al salir del estadio, algo cambió. Sin decirnos una palabra, ambas sentimos una sensación extraña, una mezcla de alegría y tristeza. No hablamos de ello esa noche ni al día siguiente, pero en los días posteriores comenzamos a darnos cuenta de lo que nos había pasado: la música, esa conexión mágica que habíamos experimentado juntas, nos había golpeado con una realidad que no vimos venir. La noche no solo fue un espectáculo, fue un espejo que nos hizo ver lo que a veces evitamos: el paso del tiempo, los ciclos que se cierran, lo irrepetible de ciertos momentos.
Paul, a sus más de 80 años, subió al escenario con esa mezcla de elegancia y carisma que solo alguien con su trayectoria puede tener. No era solo un recital. Era un recorrido por la historia. Una historia que no solo es suya, sino de todos nosotros. Cantamos "Hey Jude" con lágrimas en los ojos, nos llenamos de energía con "Sgt. Pepper's" y "Let It Be" nos trajo una calma profunda, como si sus palabras pudieran sanar todo. "Baby You Can Drive My Car" fue un recordatorio de la diversión y el juego en la vida, pero "Live and Let Die", la que nos sacudió por completo, enfrentándonos a la dualidad de la vida misma: lo que se vive intensamente y lo que, tarde o temprano, se deja ir.
¿Cómo explicarle a mi hija, que nació en otra era, lo que significaba ver a ese hombre ahí, frente a nosotras, después de todo lo que había atravesado la humanidad desde los 60? No hacía falta. Las canciones de McCartney no necesitan traducción ni explicación generacional. Ambas lo entendimos de inmediato, como si la música fuera un puente invisible entre lo que fui y lo que ella es. A través de sus canciones, revivimos décadas de recuerdos, algunos propios, otros heredados, pero todos resonando en algún rincón de nuestra memoria.. Cantamos, nos emocionamos, pero al final, al salir a la calle, fue imposible no sentir que habíamos sido parte de algo más profundo que un show. Algo se había despertado dentro de nosotras, algo que no fue euforia sino una melancolía inesperada.
¿Qué fue lo que causó ese impacto? ¿Por qué un recital que tanto disfrutamos nos dejó con una sensación tan parecida a la del vacío? Algo nos cambió. No fue inmediato, pero lo sentí. Sin decirnos nada, nos fuimos en silencio. Cada una vivió su propio proceso. Quizás fue la emoción de la música, la nostalgia que traen consigo esos momentos que parecen demasiado perfectos para ser reales, pero no hablamos de ello. Al día siguiente tampoco. Fue recién después de unos días cuando, durante una conversación casual, las palabras empezaron a salir solas .Juntas, empezamos a descubrir las posibles respuestas. No era solo Paul, no era solo la música; era lo que representaba.
“¿A vos también te pasó algo raro después del recital?” me preguntó. No podía creerlo. Sentí un alivio inmenso al darme cuenta de que lo que yo había vivido no era único. Había algo en esa noche que, en lugar de dejarnos la típica sensación de euforia post-concierto, nos había llenado de una melancolía profunda. ¿Por qué?
Al discutirlo, comenzamos a desentrañar lo que pudo haber causado ese impacto. La primera teoría que se nos ocurrió fue la naturaleza finita del momento. Ver a Paul McCartney en el escenario fue como presenciar algo que no se repetirá. No es solo que él esté envejeciendo, sino que representa una era que se está desvaneciendo. Estábamos ahí, viendo cómo el tiempo pasaba, no solo para él, sino también para nosotras. Era imposible no sentir una especie de duelo anticipado.
La música tiene el poder de hacernos viajar en el tiempo, de conectarnos con nuestras memorias, pero también de recordarnos que todo lo que vivimos, incluso lo más hermoso, es efímero. Las canciones que cantó, los himnos que nos unieron esa noche, son también recordatorios de lo que hemos perdido, de lo que nunca volverá. Ver a un hombre que ha sido parte de tantas vidas, en ese escenario, nos hizo conscientes de nuestra propia mortalidad.
Otra teoría que exploramos fue más personal. La conexión entre madre e hija se volvió particularmente evidente esa noche. Nos vimos reflejadas en Paul, pero también en nosotras mismas. Ella, joven, con toda su vida por delante; yo, observando cómo va creciendo, consciente de cómo los roles van cambiando. La nostalgia surgió al darnos cuenta de que, al igual que Paul en el escenario, todos estamos inmersos en un viaje que tarde o temprano llegará a su fin.
Nos dimos cuenta de que ese recital fue un espejo. Un espejo que no solo reflejó a McCartney y su historia, sino también la nuestra. Y ahí radicó la melancolía. En la belleza del momento, en la felicidad que sentíamos, había una tristeza subyacente: sabíamos que ese instante era irrepetible. Y nos confrontó con algo que muchas veces evitamos pensar. Ese recital no era solo un evento cultural; fue un recordatorio de lo fugaz que es la vida.
No llegamos a una conclusión definitiva, pero quizás no haga falta. Lo importante fue el proceso de reflexión que desencadenó. A veces, los momentos más felices son también los que más nos duelen. Porque nos confrontan con todo lo que amamos, y con la inevitable certeza de que nada, ni siquiera esos momentos, son eternos.
Si algo aprendimos de esa noche es que la música tiene el poder de unirnos, pero también de mostrarnos nuestras vulnerabilidades. Y quizás, solo quizás, eso es lo que más nos impactó. Nos dimos cuenta de que, aunque esos momentos sean breves, dejan una marca que llevamos con nosotras para siempre.
Y al final del día, tal vez esa sea la verdadera magia de la música.
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